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lunes, 16 de septiembre de 2013

Martínez y Martínez

Creo que perdí unos libros. Anduve haciendo gestiones burocráticas una mañana de agosto y cuando regresé a casa me esperaba un Aviso de Visita del Correo Argentino. Con fastidio, porque casi siempre hay alguien para recibir los libros que me envían las editoriales, supe que tendría que ir hasta las oficinas de la plaza de Godoy Cruz al día siguiente a recuperar el paquete que no me encontró donde debía esperarlo. Pero no, la encomienda no estaba, ni ese día ni el siguiente. Intenté averiguar quién era el remitente, pero no supieron ni quisieron decírmelo. En síntesis, hice un reclamo formal, lo firmé y seguí con mi vida, sus dolores y sus brisas.
Ayer me llegó una carta en la que, luego de las explicaciones protocolares y la promesa de poner todo el empeño necesario para atender mi reclamo, me sugieren "que ponga en conocimiento al remitente del envío a fin que el mismo inicie formal reclamo." (Respeto la sintaxis del original, aunque me duela el estómago). Y me saludan cordialmente. Es Walter Martínez el de la firma, la sintaxis, la sugerencia y la cordialidad. El sello afirma que pertenece al Centro de Servicios y Atención al Cliente del Correo Oficial de la República Argentina S.A. Otra vez el fantasma de Kafka flotando en nuestra tierra. Si no sé cual es el remitente, ¿cómo hago para sugerirle que inicie un reclamo que ya está iniciado por el destinatario, es decir, yo? Todo lo que pude averiguar es que el paquete fue devuelto a la Sucursal Las Heras, de Macrilandia, y que el reparto de allí lo entregó a Eugenia (¡sic!), pero no me dan el domicilio y sospecho que bajo la jurisdicción de la sucursal me va a resultar un tanto difícil censar a todas y cada una de las Eugenias de la zona. Por eso digo que creo, con sólidos fundamentos, que perdí esos libros. O que Franz los está leyendo abrazado a Milena. Un burrócrata, de los que abundan todavía en el país, duerme la siesta como cada día con una sonrisa, entre estúpida y beatífica, seguro de cumplir con su tarea según el reglamento que lo abriga desde hace mil años.
Mientras tanto, Rufino Robledo, 73 años, jardinero, está trabajando en el mismo domicilio en el que su esposa es empleada doméstica. Rufino está muy resfriado y padece diabetes 1 y 2. Empieza a sentirse mal. El dueño de casa se ofrece a llevarlo a un sanatorio. Se suben rápidamente al auto y salen. Al llegar frente a la Clínica de Cuyo Rufino empeora. Entonces detienen el vehículo y él entra a la Clínica a pedir auxilio. Solicita un médico, urgente, y le preguntan qué cobertura de salud tiene. Obra Social de Empleados Públicos, tiene. Le informan que la Clínica no recibe pacientes de OSEP. Rufino se retira, sale y en la vereda, se desploma y muere. Aunque la crónica no sea exactamente fiel a lo que ocurrió vale como relato de la inmunda relación que los prestadores privados de salud tienen con la renta como principio ético fundamental en su actividad. Estela Martínez, portavoz de la empresa, manifestó que una persona (Rufino, se entiende) entró y preguntó si allí recibían OSEP, pero que no dijo estar descompuesto ni solicitó auxilio. He consultado con algunos amigos médicos . Me aseguran que un ser humano, diabético, resfriado y que está sufriendo una descompensación general no necesita decir nada. Se le nota en su palidez, en su rostro sudoroso y la dificultad respiratoria.
En su página oficial (www.clinicadecuyosa.com.ar) la Clínica habla de "valor por la vida" y expresa que ponen "todo su conocimiento y esfuerzo personal" al servicio del paciente. Si no resultara trágico y perverso, sería cómico. Por las dudas, no figuran los nombres de los accionistas ni el de los responsables administrativos del negocio. Sí, el negocio, porque cada bípedo que entra al edificio, por sus propios medios o en ambulancia, ostenta en su frente el signo pesos para estos carroñeros con título habilitante.
Se ha naturalizado de tal manera el concepto de que para estar sano hay que pagar que, me temo, mucho le costará a la familia del jardinero convencer a los señores jueces de que la empresa cometió un delito. Imagino a los asesores letrados de la sociedad anónima interponiendo recursos (siempre habrá un colega que acepte esa zancadilla jurídica de moda, la cautelar), porque tienen aceitado el uso del Manual del Perfecto Chicanero.
Si mi Martínez ha perdido unos libros puede seguir su vida en paz. Jugará tenis los sábados con sus amigos, sufrirá cada domingo con Racing, tendrá sexo los viernes con su esposa y podrá soñar con ese viaje a la Polinesia que lo obsesiona desde años. Tantos años como lleva su rutina de oficinista kafkiano.
En cambio, la Martínez de Rufino nos ha dejado sin un trabajador de la naturaleza, seguramente abuelo, un buen tipo, quiero creer.
Los diarios de hoy ya hablan de otras cosas. Es que ganó Boca, hay una nueva profecía trucha de Carrió y comienza el programa de Susana Giménez.

martes, 10 de septiembre de 2013

Los raros

En su documento de identidad figuran sus verdaderos nombres: Odilón Eufrosino, pero él pidió que lo llamen Elpidio. Es lo que Elpidio pidió. Así que, desde que ingresó a la escuela primaria, se lo conoció como Elpidio Valencia, el pibe de nombre raro. Sin embargo, la crueldad infantil consiguió descubrir lo que Elpidio intentó cubrir. O, mejor, encubrir. Sufrió todo tipo de humillaciones. Empujones, cargadas de viva voz, le pegaban carteles en la espalda con sus nombres oficiales, rimaban Odilón con comilón y otras muestras de ternura similares.
Elpidio (el recuerdo de mis propias vergüenzas escolares, activas y pasivas, me solidarizan con él y me hacen llamarlo según su elección) entendió que solo no iba a aguantar. Tenía mucha vida por delante y empezó a comprender que la lucha por la dignidad requiere compañía. Entonces, buscó compañeros y compañeras.
La primera que se acercó fue Atanasia Lértora, una rubia muy delgada, con bucles dorados y ojos de un almendra apagado. Conversaban en los recreos mientras la jauría se hacía zancadillas, se escupía a distancia y, de vez en cuando, alguno quedaba con un codo o una rodilla sangrando. Elpidio y Atanasia se hicieron más que amigos, compinches. Descubrieron que la complicidad tenía que ver con sus nombres de pila. Él había sido bautizado por un cura perverso que convenció a sus padres de que si no le ponían los nombres que marcaba el santoral el niño sería un asesino, un homosexual o, peor aún, un terrorista marxista y apátrida. Entonces cedieron. Odilón por el día del nacimiento y Eufrosino por el de la ceremonia religiosa. El canalla (el sacerdote, digo) se llamaba, para colmo, Inocencio Cátulo. Era conocido como el Padre Culpable y Con Rima. Travesura de sus corderos.
Atanasia era hija adoptiva. Sus padres eran campesinos, gente magnífica, que encontraron a la niña llena de mocos, mugre y lágrimas abandonada en la puerta de la iglesia de un pueblo rural de Santa Fe, un domingo de otoño, cuando salían del ritual de la semana. Tenía colgada de su cuello una nota manuscrita, con letra clara y firme, en la que se leía el nombre, Atanasia, y el agradecimiento para quien se hiciera cargo del paquete. Así decía, el paquete. Aunque se conmovieron con la criatura y decidieron espontáneamente llevarla a casa, dudaron de llamarla según la instrucción de quien la había dejado, pero optaron por respetarla como un mensaje divino o un mandato del destino. Le dieron su apellido y la niña creció amada y robusta aunque, como conté, muy delgada, pero sana y vivaz.
Terminaron la primaria y los inscribieron en la misma escuela secundaria, un bachillerato con especialidades agrícolas. En segundo año llegó al colegio un muchacho uruguayo, Comunardo de la Peña. El padre era un imprentero anarquista que venía escapando de una de las tantas dictaduras del sur del mundo. Comunardo, haciendo honor a su nombre, se encargó de organizar el Centro de Estudiantes y ganó el puesto de presidente en una elección histórica, la primera participación activa de los alumnos en cuestiones políticas y gremiales que se recuerde en el pueblo. En la lista triunfante figuraban, por supuesto, Elpidio, como secretario de finanzas y Atanasiam, la responsable cultural. Esa experiencia común los consolidó como camaradas. Una vez egresados resolvieron viajar a Buenos Aires para ingresar a la universidad. Elpidio se anotó en Derecho, Atanasia en Sociales y el hijo del anarquista en Filosofía. A cada uno se le iban acercando jóvenes que, como si un imán los manejara, se llamaban Tubalcaín, Xenobia, Reclus, Pánfila, Robustiano, Euclides y un chileno, Marmaduke, en homenaje al militar revolucionario de principios del siglo pasado.
Crecieron. Física y emocionalmente. Como un rayo feroz y luminoso un día, el 27 de octubre de 2010, los sacudió de raíz. Se vieron en la Plaza, acongojados y febriles, abrazándose a viejas dignas, socorridos por otras mujeres que llegaban desde los barrios tristes a trasmitirles el mando de las turbulencias fértiles y el renacimiento del honor perdido. Después de unos días se reunieron donde siempre. El bar se llama "La Barcarola" y lo navega un chileno que llegó a la pampa húmeda expulsado por los pájaros carroñeros trasandinos, en setiembre del 73. Entre cafés, cervezas y medialunas decidieron crear una agrupación militante. Tenían algo en común, además de la Plaza, los pañuelos y el sol. Sus nombres raros. Recibieron mails de distintos países. Una joven cubana, por ejemplo, que vivía cerca de Guantánamo, la base yanqui arrebatada en 1902 al país caribeño, le puso Iusneivy a su hija recién nacida y la quiso asociar a distancia a la agrupación de sus "hermanos raros" argentinos. O el turinés que, por llamarse Candeloro, se postuló como cónsul honorario del rejunte en Italia.
El asunto del nombre del grupo les llevó varias jornadas de debate. Es que para gente que se destaca por la rareza de sus nombres el nombre colectivo, el que los distinguirá por sobre el capricho heredado de los padres, no es un detalle inútil. "Los raros" estuvo cerca de convencerlos, pero no era raro, precisamente, y por eso lo descartaron. El dueño del bar, Patricio (¿de qué otra manera iba a llamarse un chileno afable y compañero?), les dio la pista. Se puso a contarle a otro parroquiano, ajeno a la tertulia que nos ocupa, de aquella vez que, emocionado hasta las lágrimas, había conversado media hora con Pablo Neruda, sentados en una roca frente al Pacífico, en los jardines maravillosos de la casa del poeta, en Isla Negra. Elpidio dijo "Neftalí" y tembló. De manera que quedó así, "La Neftalí".
Para ingresar a la organización no podés llamarte Julio, María o Daniel. Han crecido en número, en conciencia política y hasta hay romances que nacieron al calor de la militancia territorial. Se prometieron no aceptar el ingreso de nadie que se llame Barack. Aunque sea raro.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Indonesio en un bar

                                                          A Jaime Sarusky, mi amigo y camarada cubano,
                                                                                  in memorian


Ella, Mariana, psicóloga, 47 años, morocha, inteligente y frágil. Yo, Alejo, paleontólogo de ideas (o periodista, como prefiera), 67 años, ya canoso, más frágil que inteligente. Somos grandes amigos desde hace muchos años. Ocupábamos la mesa de siempre, la 20, junto al ventanal besado por el sol amable de las siete de la tarde.
No es que ella no entienda, pero le gusta que le explique. Me puse enfático, verborrágico cuando me consultó por el panorama político y cultural surgido de las recientes elecciones primarias legislativas. Mi vehemencia la sobresaltó y me pidió un poco de discreción. Es que de las mesas vecinas nos cayeron ojos con signos de preguntas y un carraspeo casi generalizado de disimulada incomodidad. Sin embargo, el único de los parroquianos que nos llamó la atención fue un atildado caballero de rasgos asiáticos, de edad indefinible como es habitual entre esa gente, pelo corto, de no más de uno cincuenta y cinco de estatura, que atraído, supongo, más por los ojos de Mariana, oscuros, inmensos y profundos, que por mi diatriba ciudadana, se fue interesando en nuestra charla sin ocultar su intención de sumarse.
Lo invité, previa consulta con mi compañera, y se sumó a la mesa. De inmediato sacó una tarjeta personal. Ya se sabe, estos tipos son muy ceremoniosos. Leímos: "Bambang Budi - Entomólogo", esto último escrito en inglés, of course. A continuación figuraba un domicilio en la Isla de Java, Indonesia. Seguí con lo mío. Traté de explicarle a mi amiga que Martín Redrado que, en verdad, no se llama así (sino Hernán Pérez, pero con ese nombre no luce mucho en Wall Street) declaró que la suba de salarios, a raíz del cambio en el Impuesto a las Ganancias, iba a producir un incremento del consumo interno, pero que generaría inflación. El famoso disco rígido de los economistas neoliberales. El indonesio nos empezó a mirar con preocupación mientras revolvía su café y, distraído, ya iba por la quinta cucharada de azúcar. Le ofrecí una tortita mendocina, aceptó, pero la dejó a un costado, absorto por mi entusiasmo dialéctico. Cabe aclarar que Bambang no hablaba ni entendía el castellano y nosotros ignoramos olímpicamente el idioma indonesio, ni su jerga javanesa, o como se llame. Por otra parte, mi inglés es más oscuro que el pacifismo de Obama y Mariana sólo tenía ojos para mí, bebiendo lentamente su café negro, doble y con crema. Dejamos a Hernán Martín Pérez Redrado, siempre tan rubio que cuesta imaginarlo metiendo las patas en la fuente.Primer problema, ¿cómo le explico a un indonesio que no entiende mi idioma que en Argentina existe un economista que tiene un nombre en su documento de identidad, pero otro "artístico" para profetizar catástrofes sociales?. Budi, el académico de los insectos, afirmaba con la cabeza, pero nos dábamos cuenta de que era más un gesto de cortesía que de comprensión.
Pasamos, sin escalas, a nuestro coterráneo y, para mi disgusto, tocayo, exgobernador, exvicepresidente y actual estrella fugaz de lo que queda del radicalismo vernáculo. Si no me alcanza el diccionario completo de María Moliner para explicarle a Mariana el comportamiento excéntrico del electorado mendocino, ¿cómo hacía con el amigo Bambang? Intenté decirle que Cleto emergió de la mediocridad a las marquesinas del show político votando contra su propio gobierno y luego, ¡siguió en su puesto como si la vida fuese una llovizna tenue y él un "desopilante inspector de cornisas", Tejada Gómez dixit!. A esta altura de la conversación el indonesio nos miraba con esa mezcla de conmiseración y perdonavidas que suelen tener los académicos cuando se encuentran con un caso sin fácil solución. Cobos venía de criticar a la Morocha por sentarse a dialogar (ella, la autoritaria y soberbia) con los laburantes y los dueños de la guita. Bambang ya no sabía si le estábamos tomando el pelo, el poco que tenía, o nos deslizábamos irremediablemente hacia los abismos del delirio.
Por la vereda apareció una obra de arte caminando: una mina joven que me hizo acordar a Garrincha, por su juego de cintura, pero Mariana me trajo a la realidad. Bah, es una manera de decir. Estaba asombrada, al punto de que sus ojos se agrandaron como si hubiesen visto un ovni. No, no era por la pintura que acababa de distraerme. Comentó los dichos de Alberto Montbrun, un candidato dizque socialista de cabotaje, extrapartidario. "Tengo mi auto fundido, como la clase media argentina". En principio, y mientras don Budi sacaba su libretita y empezaba a tomar notas, le dije que hay que ser muy opa para, en pleno siglo XXI, fundir un auto. Pero además, comenzamos a sospechar que el progresismo de derecha (cuando el entomólogo escuchó "progresismo de derecha" sufrió un espasmo cafeteril y comenzó a brotarle líquido marrón y espumoso por las fosas nasales, las orejas y el codo izquierdo. Tuvimos que asistirlo hasta que, más o menos, recuperó el aliento y su semblante de habitual color cerúleo), el progresismo de derecha, decía, había dejado de viajar, ir a restaurantes, renovar sus vehículos, ahorrar y tener vacaciones anuales. Hasta que, iluminado por el recuerdo entrañable de mi amigo Jaime, me di cuenta. Lo que cierta clase media tiene fundida es su capacidad de pensar con generosidad ciudadana, en situaciones colectivas y públicas.
Vi a Bambang anotar en su libreta los nombres de los personajes que surgían de nuestra charla. Se le iluminó la cara, la sonrisa le achicó aún más los ojitos. Nos hizo saber que cada uno de ellos iba a ser objeto de su labor específica, la entomología argentina, como una rareza. Se fue, nos permitió que lo invitáramos con su café y nos dejó una rara sensación de haber vivido un momento inolvidable, pero fugaz, efímero.
Mariana y yo, después de pedir una nueva ronda de cafés medianos, con mucha crema y medialunas, descubrimos que no era casual que los abogados del Grupo Clarín se llamen Cassino, Carrió y Gelli, pero por suerte, el indonesio ya no estaba. ¿Cómo explicarle tanta coincidencia entre la timba, la psicopatología y la mafia nominales y la timba, la psicopatología y la mafia mediáticas?
Ella se tenía que ir, la reclamaban sus hijos y su esposo. Como yo tenía tiempo me quedé esperando que reapareciera Garrincha.